25 de octubre
Presentaciones formales
Hola, me llamo Martina y mi vida no es normal.
Vale, quizás si lo es pero yo a veces no la entiendo. He decidido abrir este
blog secreto para contar todas las cosas que me pasan y después poder
analizarlas. Y sí, digo secreto porque esto será como un diario pero
modernizado y, evidentemente, sin contárselo a nadie, porque no me quiero ni
imaginar si esto llegara a manos (o a vista mejor dicho) de mi madre o de mi
clase. Dios, no. No quiero pensarlo. Se me erizan todos y cada uno de los pelos
pelirrojos de mis brazos. En fin, a lo que iba, aquí hablaré de todas mis
tonterías que no le interesan a nadie.
Siempre he pensado que mi vida es para hacer un
buen estudio social y dar ejemplo de cómo no debe ser la de cualquier joven
adolescente. Tengo 13 años, soy prácticamente pelirroja (lo que ya me hace
conflictiva en mi entorno) y la cara se me está empezando a deformar con
inmensos bultos que esconden asquerosos granos en su interior. Intento
esconderlos con mis gafas pero a veces es misión imposible.
Para colmo mi boca parece un carrito de la
compra, entre mis dientes de conejo y el aparato, casi no puedo cerrarla (y
nada que decir sobre cómo se me cae la baba mientras duermo). Estoy tan delgada que toda la ropa de mi edad
me queda ancha, pero soy tan alta que me
queda por encima de los tobillos.
Aún no me han crecido las tetas y estoy empezando
a ser de las últimas de mi clase, lo cual me avergüenza bastante. Ah y la
semana pasada, mi madre tuvo la magnífica idea de cortarme el pelo para ahorrar
en tiempos de crisis y ahora mismo me encuentro en un grave problema
existencial: no tengo forma humana de peinar mi abierto, naranja y trasquilado
pelo. ASÍ SOY YO.
Estudio en el Instituto García Lorca de
Cádiz. Realmente es un colegio, pero me
gusta decir que estoy en un instituto, me da más nivel o eso creía yo hasta
hace poco. Lo malo es que es que actualmente es el único de toda la capital que
usa uniforme y eso me rebaja el ‘glamour’ hasta el subsuelo.
Todo comenzó en el magnífico año de 6º de
primaria, cuando supuestamente pasaríamos a 1º de ESO y nos quitarían el odioso
‘babi’, esa horrenda prenda que te pones encima de la ropa para no mancharte
con las actividades del colegio. En el siguiente curso iríamos vestidos con
nuestra ropa guay, hasta que una de las últimas semanas de junio nos dieron la
noticia: llevaríamos uniforme hasta que saliéramos de allí en 2º de bachiller.
Podéis imaginar nuestras caras. Toda nuestra
infancia esperando aquel momento, para que nos dieran una bofetada invisible de
regalo de fin de curso. Realmente encantador.
Mi madre dice que fue la mejor decisión que ha
tenido mi colegio en años, se ve que ella se ha podido vestir de la forma que
siempre le ha dado la gana y no piensa en el sufrimiento de su hija. Yo me
tenía que conformar con cambiar de ‘extranjis’ los calcetines de color azul
marino por algunos otros de colores. Parecerá una tontería, pero yo me sentía un
poco más libre cuando los llevaba. La felicidad me duró hasta que la profesora
de plástica nos hizo dar un pase de modelos por toda la clase (juro que es verdad)
para demostrar que llevábamos todos los elementos del uniforme. A mí, junto con
otros compañeros, me mandó a casa a buscar unos calcetines de acuerdo con la
vestimenta estipulada. Así de duro, ya ni libertad de expresión. Y ahora sólo
me pongo los calcetines de colores de viernes por la tarde a domingo.
Así que aquí estoy, encima de mi destartalada
cama con mi inseparable uniforme y con Currito a mi lado. Currito es mi
perrito, o más bien perraco. Está super viejo y muy gordo pero lo queremos
muchísimo. Lleva en mi casa desde que tengo uso de razón y no concibo mi vida
sin su presencia, a falta de hermanos lo tengo a él.
Mi madre se lo encontró hace 10 años cuando fue a
tirar la basura. Era un cachorrillo indefenso al que parecía que acababan de
abandonar. Le dio tanta pena que lo acabó subiendo a casa. Yo apenas tengo
recuerdos de aquella época, pero hay fotos y era super guapo. No es de ninguna
raza en especial, es un cruce, pero a mí me da igual. Lo quiero tanto o más que
si fuera un Husky siberiano.
Cada vez me da más penilla, porque tengo que
ayudarle a hacer las cosas. Ahora por ejemplo quería ver qué estaba haciendo
encima de la cama y he tenido que subirlo yo. Por cierto que me ha costado la
misma vida porque como ya dije antes, está gordísimo. Tiene sobrepeso perril.
El otro día se lo dije a mi madre, que es delicadeza pura y me contestó:
-Ya no vamos a ponerlo a régimen, pobrecillo, con lo poco que le
queda.
Desde entonces sólo me imagino a Curro en una
caja de pino y me da aún más tristeza que antes. Aunque yo tampoco lo veo tan
mal, que sea viejo no quiere decir que se vaya a morir mañana ¿no? Es que mi
madre tiene el don de la exageración. Espero no haberlo heredado.
Aclaración antes de seguir leyendo: Mi madre se llama Maria Antonia y desde que
tengo uso de razón la llamo ‘Mari Toñi’. No le busquéis explicación alguna.
También he tenido épocas, sobre todo en las que veía Cuéntame, donde la llamaba
‘madre’. Con la gracia se me ha ido quedando y tengo que decir que ya apenas le
digo mamá. Al principio a Mari Toñi no le gustaba que la llamara así, pero no
le ha quedado más remedio que aceptarlo y llevarlo con la máxima dignidad
posible. Esto os lo digo para que cuando os hable de ella no os perdáis.
Yo no entiendo por qué Mari Toñi tiene esos
momentos de crueldad absoluta. A veces parece que no tiene sentimientos. Desde
que mis padres se divorciaron, y sobre todo desde que mi padre volvió a
casarse, parece la mujer de hielo. Creo que le gusta hacerse la interesante. En
el fondo, fondo, fondo de mi alma me gustaría que rehiciera su vida, aunque
ahora mismo estamos las dos muy felices en casa con la única presencia
masculina de Curro. Lo que pasa es que a veces es inevitable pensar en el
futuro y me entran unos escalofríos por todo el cuerpo malísimos. Nos imagino a
las dos igual que ahora, viviendo juntas en la misma casa. Ella con 80 años y
yo con 50 y de fondo la misma retahíla de siempre: recoge esa leonera que
tienes por cuarto, a ver si te dignas limpiar algo de la casa, saca a Curro (sí, en
mis sueños futuristas aún sigue vivo) o no vengas tarde a casa.
Así que me gustaría que cuando yo cumpla los 18,
sea mayor de edad, probablemente estudie fuera y sea super independiente, ella
se eche novio y me deje vivir feliz. Es un planazo, lo sé.
Eso si tengo un poco de suerte, claro. Porque
tengo la especial habilidad de que todo lo que sueño o aspiro siempre sale al
revés. ¿Sabéis esa ley que dice “Si algo puede salir mal, saldrá mal”? pues yo
la cumplo a rajatabla. La semana pasada se me cayó una tostada y,
efectivamente, se quedó pegada en el suelo por el lado de la mermelada, pero
eso no es todo. Esta ley me la enseñó mi padre un buen día que íbamos dando un
paseo. Hacía tantísimo calor que me invitó a un helado. Helado que,
evidentemente, se empezó a derretir a la velocidad de la luz. Mi camiseta acabó
completamente pringada de fresa y chocolate con avellana. A los pocos segundos
cayó al suelo un inmenso pegotón de helado, me resbalé y caí de bruces contra
el suelo posando mis manos en un asqueroso y pegajoso chicle que algún
desconocido acababa de esputar. Esputar.
Esputar es un verbo que todos deberíamos usar más.
Bueno, a lo que voy; que creo
nunca nadie ha tenido tan mala suerte en cuestión de tres segundos, es que es
totalmente imposible que me ocurrieran más cosas en menos tiempo. Desde ese día
mi padre me explicó en qué consistía la archiconocida ‘Ley de Murphy’ y que más
que en una ley, para mí se ha convertido en una verdadera religión que acato y
acataré hasta el fin de mis días.